


Manuel, buen amigo bloguero, ha destapado sin querer el tarro de las esencias más íntimas que guardo sobre el tema de la religión y la sociedad civil. Se pregunta en su blog (DocManuel) sobre el tema de quitar o no el símbolo de la cruz de las escuelas públicas y da una serie de argumentos que, cómo no, defiende desde su punto de vista a la perfección.
“Aceptar… tolerar… he ahí el dilema” se titula su entrada (casi como ésta que estáis leyendo). La cuestión, que diría Shakespeare, es más bien otra. ¿Qué significa aceptar, qué significa tolerar? La RAE define “aceptar” con varias acepciones, pareciéndome las más interesantes éstas: “Recibir voluntariamente o sin oposición lo que se da, ofrece o encarga” y “Asumir resignadamente un sacrificio, molestia o privación”. Y de “tolerar” destaco: “Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente” y “Respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias”.
Pues bien, ha quedado demostrado por activa y por pasiva que la jerarquía católica, tanto la vaticana como la española, no parecen conocer ninguno de esos dos verbos (pasa también con otras religiones, ojo). ¿Desde cuándo han aceptado o tolerado a alguien que piense de manera distinta a ellos y lo que es peor, que ha actuado sin obedecer sus preceptos? Estos individuos insisten en menospreciarme como persona y negarme mis derechos y por ahí no paso. Los ejemplos, con leer las palabras expresadas tanto por Benedicto XVI como por Rouco Varela este fin de semana, salen solos. Y que conste que no estoy atacando a la Iglesia en su conjunto, porque las personas que se dedican a estar al lado de los más débiles (niños, pobres, enfermos…), tanto en nuestro país como en el extranjero, me merecen el mayor de los respetos. Pero los que siempre están al lado del poderoso, los que intentan ocultar hipócritamente las miserias internas o las practican (los sacerdotes pederastas, por ejemplo) o los que se juegan en bolsa el dinero de los fieles en vez de destinarlo a fines más sociales (como ciertos obispos españoles), merecen el mayor de mis desprecios.
Las personas tolerantes son, somos, aquellos que aceptamos que los demás piensen y actúen distinto a nosotros, dentro de los cauces ajustados por la democracia. No nos gustará lo que dicen, no nos gustará lo que hacen, pero lo respetamos por higiene cívica. Por poner un ejemplo que sé que puede traer cola, yo no soy partidario de la independencia de las nacionalidades históricas, pero veo plausible que los nacionalistas tengan su voz y si, de forma absolutamente democrática (sin violencia, vamos) hubiera una amplia mayoría de ciudadanos vascos, catalanes, gallegos, que quisieran independizarse del resto del estado español, habría que aceptarlo según mi punto de vista. Sin rasgarse las vestiduras. Otra cosa es aceptar o tolerar a los que utilizan la violencia física o verbal, creando odio y desprecio hacia los “otros”; por ahí tampoco paso, hay que atajar ese cáncer (los totalitarismos, de derecha e izquierda, surgen así).
El debate sobre el crucifijo en las escuelas públicas debe desligarse de las prácticas religiosas, privadas o públicas. No es lo mismo comparar que una mujer musulmana lleve velo al tema de la cruz. ¿Se quiere prohibir que acudan con velos las niñas/chicas a la escuela? Mal. ¿Acaso alguna vez se ha prohibido que una monja vaya a estudiar, digamos Enfermería, con sus hábitos? ¿Quién prohíbe la cruz colgada en el cuello de cualquier niño? Y con el tema del Belén en las escuelas pasa algo parecido; ¿por qué prohibir confeccionar un nacimiento?, pero ¿por qué obligar a confeccionar un nacimiento? En la escuela debería ser tratado como una actividad extraescolar más, de carácter voluntario, y considero una bobada trufada de intolerancia pedir su eliminación por sentirse ofendido.
Hace muchos, muchos años que el crucifijo no preside consultas médicas, ni comisarías, ni despachos ministeriales, consejerías o ayuntamientos; no hay crucifijos a la puerta de los polideportivos municipales, ni en los juzgados, ni en las bibliotecas públicas y menos en las aulas universitarias. ¿Por qué sí es necesario que haya uno en las aulas de las escuelas públicas? No lo entiendo.
Justifico que pueda haber capillas en los hospitales (donde la desesperación convierte en creyente a más de un ateo), así como en otros lugares públicos donde un mínimo de personas pueda solicitarlo, como ocurre por ejemplo en la Universidad de Alicante (capilla a la que no he entrado, por cierto, desde que se creó hace muchos años). Pero también defiendo que tanto en esos lugares como en otros, los tanatorios por ejemplo, haya una sala independiente de la capilla donde realizar ritos laicos o de cualquier religión que no sea la católica. Y los cementerios, “suelo sagrado”, suelen ser municipales y no de la Iglesia, pero cada familia tiene derecho a enterrar a su difunto de la manera que le venga en gana, con una estrella, una media luna, una cruz o con nada.
Comprendo a quien quiere tener unas creencias religiosas, pero no a quien quiere obligar a los demás a seguirlas. En la Constitución española, art. 16.3, se dice: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal.” Aunque a algunos no les guste tampoco, en las escuelas públicas únicamente debería figurar, si acaso, un símbolo de España, sea escudo, bandera o un retrato real. Pero no un crucifijo.
El problema es la idiosincrasia de las personas que habitan España, se sientan o no españolas. El tremendismo. El tú más. El por mis cojones. El te vas a enterar. Ésta es la gente que tiene un problema: el que no puede ver un belén navideño hecho por los alumnos que han querido hacerlo; el que niega un espacio en el tanatorio para realizar un funeral laico; el que le asquea ver cogidas de las manos a dos personas del mismo sexo; el que dice la maté porque era mía; el que llama despectivamente sudaca a la persona a la que paga (sin contrato) para limpiarle la mierda a su madre imposibilitada; el que maltrata a un animal como diversión; el que habla en catalán/gallego/vasco a quien sabe que no lo entiende; el que en una comunidad con lengua propia le dice a otro de manera arrogante háblame en castellano que estamos en España; el que abusa de un menor; el que roba de la administración pública o acepta regalitos y si le descubren se niega a dimitir y dice que es mentira inventada por la prensa y la oposición; los que se juntan y agraden (o asesinan) a alguien indefenso por ser o pensar diferente; los anónimos que inundan los blogs con comentarios chorras y/o insultantes. Y unos cuantos más, por desgracia...
El dilema: ¿qué hacemos con toda esta gente, una minoría sí, pero que tanto ensucia y embrolla nuestro carácter, nuestro país, nuestra vida?